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12-09-2009, 03:40 PM | #1 | ||
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[DATA] Los Hechos de Jacinto Aráuz
Los Hechos de Jacinto Aráuz
Jacinto Aráuz no es un QUIEN sino un DONDE. Es un pueblo en plena llanura, en el linde entre la provincia de La Pampa y Buenos Aires. Es un lugar que sobrevive en la actualidad como resort vacacional, según su página de internet. Ganó un lugar en el mapa porque el célebre René Favaloro pasó sus epocas como médico rural en este municipio. Incluso hay un museo para homenajearlo. Pero más allá de estos pintorescos datos en Jacinto Aráuz, 89 años atrás, ocurrió un hecho único en toda la historia argentina. Hecho anecdótico quizás, pero enterrado en las arenas del olvido, perdido, ignorado. La gente no habla. La página del pueblo no relata los trágicos sucesos de aquel 9 de diciembre de 1921. El miedo, la desidia, la tristeza y una tragedia cuantitativamente mayor han relegado al olvido a los tenaces rebeldes de Jacinto Aráuz. Acá los hechos. En 1921 terminaba el primer gobierno de Yrigoyen. La lucha de clases en un mundo dividido había dejado miles de muertos, victorias y derrotas. Las grandes victorias para las clases bajas fueron referidas al derecho: se crearon y reformaron leyes y códigos en beneficio del explotado trabajador, no en la constitución, pero sí en los convenios con la patronal. En la inmensa llanura pampeana se levantaba la cosecha. Esto describió sobre el trabajo, en una entrevista de Osvaldo Bayer, un peón que lo vivió en carne propia: Quote:
Estas bolsas tenían que ser transportadas en la espalda, ya que pesaban unos 80kg. La FORA (Federación Obrera Regional Argentina), sindicato horizantal independiente (antítesis de la CGT peronista, vertical y servil, que sobrevive hasta nuestros días) presentó un pliego de condiciones a los cerealistas. Trascribo el documento: Quote:
El caso de Jacinto Juarez es, además, vital ya que elimina la figura del capataz. Los obreros sólo aceptarán al capataz como compañero. El trabajo que antes hacía este será hecho por el delegado semanal (rotaban en el cargo cada semana, valga la redundancia). Esto es relevante porque el capataz, quien pagaba los sueldos, recibía un extra por cada bolsa de cosecha estibada SIN TRABAJAR. De este modo se terminaba el parasitismo, ya que ese extra, cobrado de todas formas, se dividía en el total de hombres que participaron de la cosecha. A principios de diciembre de 1921 se presentó ante los obreros de Jacinto Aráuz un hombre de apellido Cataldi, quien dijo ser el nuevo capataz. Los obreros le exhortaron a retirarse, sin violencia, pero con una amenaza implícita. El tipo se fue. Días después se pidió una reunión en Bahía Blanca, la ciudad más cercana. Los obreros enviaron tres delegados a la vecina ciudad. Se les informó que algunos chacareros protestaban debido a un punto (el peso de las bolsas). Si algunas excedían lo impuesto en el pliego ellos cobraban más. Se le prometió a la FORA que si dejaban sin efecto la clausula que hacía referencia a este aspecto no sería enviada una nueva cuadrilla. La Sociedad de Resistencia de Obreros Estibadores de Jacinto Aráuz aceptó. El punto es que nadie esperaba esto. La petición de la burguesía era un mero pretexto para acabar con los anarquistas en la zona. Tenían, de hecho, preparada toda una cuadrilla para reemplazarlos. En efecto, el hombre que se presentó poco antes como Cataldi era su capataz, pero también era miembro de la infame y ominosa Liga Patriotica Argentina, quienes, como parte de sus objetivos, pretendían reprimir toda actividad libertaria. El 8 de diciembre el delegado Machado fue a entregar las llaves de los galpones al dueño cuando este le informó que al día siguiente se ocuparía todo el trabajo la nueva cuadrilla. Sin mediar NADA, y ellos habiendo aceptado las condiciones de los empeladores, los estaban echando de sus trabajos. De inmediato se dio la voz de alarma entre los trabajadores, en Jacinto Aráuz y en los pueblos vecinos Bernasconi y Villa Alba (esta última llamada en la actualidad José de San Martín). A la madrugada se realizó una asamblea extraordinaria para decidir el curso de acción. Estaba claro: se defenderían los puestos de trabajo. Tomaron los galpones. La nueva cuadrilla no pudo entrar. Estaba a punto de empezar el enfrentamiento, todos iban armados. La voz de la policía los invitó al diálogo. Guardaron las armas. Machado envió entonces un telegrama vía telégrafo al superintendente de Bahía Blanca, el hombre que, en un principio, fue mediador entre ambas partes, pero que claramente no era neutral, sino funcional a los empleadores. Este respondió el telegrama con un simple “Clausure galpones, yo viajo”. Esto fue hecho. Alrededor de las 8 de la mañana los anarquistas, reunidos en un local, preparaban una comida cuando fueron rodeados por las fuerzas policiales. Un policía llamado Américo Dozo les comunicó las órdenes: acompañar a las fuerzas del orden a la comisaría, desarmados. Tras largas discusiones los anarquistas resolvieron que el señor Dozo los acompañaría a ellos a la comisaría. Armados. Al llegar a la comisaría los hicieron pasar al patio. Se llamó al primero al interior de las instalaciones: Machado. Tras unos minutos se llamó al segundo: Guillermo Prieto. Prieto no entró al edificio. Dio voz de alarma, ya que vio a Machado en el suelo, ensangrentado, rodeado por el comisario Pedro Basualdo, el subcomisario, varios agentes y hasta un civil. Apenas pudo gritar. Lo metieron al cuarto de la paliza de inmediato. Llamaron a un tercero sin dar nombre: todos tenían que entrar, todos tenían que recibir la golpiza. Nadie se movió. Habló un obrero de apellido Quinteros: -No venimos como detenidos. Que salga el comisario Basualdo y que nos diga que pretende. En ese momento apareció Basualdo, fusil en mano, y gritó: -¡Ahora vas a ver! ¡Agentes, métanle bala, no dejen a ningún anarquista vivo! El primer disparo dio en el cuello de Quinteros, quien moriría poco después, desangrado. Jacinto Vinelli, secretario de la Sociedad de Resistencia, hizo un llamado a la paz. Fue infructuoso. Los obreros, rodeados en una comisaría, eran atacados en todas las direcciones. Ninguno esperaba algo así; algo que ni siquiera pretende ser un fusilamiento. Por rebeldes fueron encerrados; por rebeldes se los quería matar como a animales. Sorprendidos, sufrieron bajas y heridas en aquel primer golpe inicial. Pero no se trataba de niños, sino de hombres. Y no hombres cualquiera, sino anarquistas. Tipos que, aunque pobres, habían sido instruidos por sus congéneres. Eran cultos y duros. No iban a rendirse sin luchar. Y eso hicieron. Sacaron sus revolveres y cuchillos y comenzó un hecho único en los casi dos siglos de existencia de Argentina: un grupo de hombres, a punto de ser asesinados ilegalmente por policías dentro de una comisaría, enfrentó y venció a los uniformados. Queda claro que si el intento de los agentes fue la quintaesencia de la vileza del sistema, la actitud de los obreros es la quintaesencia de la rebeldía, de la lucha por la libertad, por la vida. La policía esperaba disparar un poco, matar un par y que el resto se rindiera. Pero los anarquistas no iban a pedir, ni a dar, cuartel. Rodeados, comenzaron a escupir plomo sin asco. Los agentes tuvieron que retroceder, buscar cobijo. Los libertarios, que no tenían un atrás al cual retroceder, avanzaron a filo de cuchillo, secundados por las balas. En diez minutos tomaron la comisaría e hicieron prisioneros a los policías. Pero las balas se terminaban. Ninguno tenía más que un cargador. Por lo cual, triunfantes, abandonaron el lugar y los “rehenes”. No obstante, la victoria no fue completa. Quinteros había muerto. Había muchos heridos en ambos bandos. El estibador Ramón Llabrés murió poco después. En el patio cayeron dos policías, el ya mentado Dozo y un tal Freitas. Poco después fallecerían a causa de las balas libertarias el oficial Merino y el agente Mansilla. Basualdo pidió refuerzos policiales a los pueblos vecinos. Y entonces comenzó la caza de los acratas. La versión policial afirmó que un grupo de 40 peligrosos anarquistas asaltó la comisaría. Se allanó la Sociedad de Resistencia. Destrozaron los muebles, quemaron los libros, so excusa de haber encontrado “material subversivo”. Se allanaron también las viviendas de los anarquistas de toda la zona. Había que escarmentarlos. Dos anarquistas que participaron en los hechos, Alfonso de las Heras y Teodoro Suarez, quienes habían huido a pie, fueron detenidos y torturados por el el subcomiasrio Bianchi. Los llevaron a la comisaría. En el patio aún estaba el cuerpo inerte de Quinteros, el compañero muerto. Los de los policías, no obstante, habían sido trasladados para “darles cristiano velatorio”. Estos hombres, como todos los capturados, fueron atados de pies y manos con alambre de púas y torturados nuevamente. Esta vez los agentes del orden se quitaron la rabia de la humillación a latigazo limpio. Lo peor no había llegado. Se trajo a las compañeras de los libertarios para que atestiguaran la barbarie. Pero el latigo no bastaba. Pioneros en la tortura, los policías argentinos encontraron su morboso divertimento en parejas. Un agente levantaba de la cabellera a la victima y otro le orinaba el rostro. Delante de su mujer y de sus hijos. Mientras estaba inmóvil. Lo anterior está tomado de la declaración de el doctor Enrique Corola Martínez, abogado que atestiguó el accionar policial y tomó la defensa jurídica de los anarquistas. (Continua)
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